Artículo: La identidad antes de la pertenencia

La identidad antes de la pertenencia
Por HILDA&DIEGO
Antes de pertenecer a un lugar, a un apellido o a un relato compartido, hay un gesto más sutil. Más difícil de nombrar.
La identidad.
No la que se declara. La que se intuye.
Esa que ocurre en el cuerpo antes que en el lenguaje.
Una inicial no es solo una letra.
Es una arquitectura mínima de lo que aún no se puede decir completo.
Una A. Una J. Una M.
No revelan quién eres. Revelan que ya estás eligiendo cómo habitarte.
En un mundo ansioso por definirse —por contar la historia, por saber de dónde vienes, por etiquetar lo vivido—
las letras de Signa no pretenden explicar.
Solo acompañar.
Llevar una letra no es hacer pública una narrativa.
Es crear un refugio simbólico para algo íntimo, portátil, tal vez ambiguo.
Algo que solo tú sabes por qué está ahí.
No hace falta que esa letra sea la tuya.
Puede ser la de alguien que marcó tu historia.
La de un país que ya no habitas, pero del que aún recuerdas la luz.
O incluso la de un deseo que todavía no se ha concretado.
Una letra también puede ser un espacio vacío a punto de llenarse.
Signa no grita.
Se susurra.
Se toca con los ojos.
Se lleva como se guarda una promesa, como se conserva una carta sin firma.
Porque hay una belleza en lo no definido.
En lo que no necesita justificación inmediata.
En lo que no busca pertenecer a nada,
porque ya es —en sí—
una forma personal de estar en el mundo.
Y quizás, justo ahí, está su gesto más radical:
En recordarnos que la identidad no siempre busca pertenecer.
A veces, solo quiere ser llevada con sobriedad.
Como un ritual íntimo.
Como un signo.
<sub>Imagen: Rinko Kawauchi, Untitled, from the series Illuminance, 2011</sub>